Como cualquier camino que recorremos en la vida, ser un usuario/activista de software libre no es andar una senda libre de obstáculos y curvas peligrosas. Los peores son los que nosotros mismos atravesamos en esa ruta: miedo a lo desconocido, pereza de aprender, ausencia de curiosidad o apatía por aquello que nos obliga a estudiar son sólo algunos de los estorbos que debemos enfrentar. Sin embargo, el camino elegido para andar nuestra vida como geeks es el camino perfecto, es el camino correcto.
Debian, Fedora, OpenSUSE, Slackware, Mint, Chakra, CentOS, KaOS y FreeBSD son sólo algunas de las cientos de distribuciones GNU/Linux que encontraremos en ese transitar entre bits. Todas están a nuestra disposición y se exhiben sensuales (para cualquier geek) esperando ser probadas por nosotros. A muchos les resulta odioso y atemorizante tal cantidad de «sabores» de los cuales escoger y deciden, producto de ese temor o porque aprender no les resulta divertido quedarse estancados usando «lo que todos usan» y terminan por desaprovechar la ocasión de hacer y experimentar la tecnología que de otra manera no se podría.
Imaginen que todos usáramos el mismo modelo de carro y que cada dos o tres años nos obligaran a cambiarlo por otro que sería idéntico al que usa todo el mundo, pagando lo que nos pidan o quedándonos sin repuestos ni soporte luego de algún tiempo en caso de no cambiarlo. No podríamos escoger si lo queremos con asientos de cuero, con aire acondicionado, vidrios eléctricos, tampoco podríamos decidir entre un motor de combustión o un motor eléctrico y lo que es peor aún, no podríamos adaptar el vehículo o «tunearlo» según nuestros gustos o necesidades. Así es el mundo de los sistemas operativos privativos, un mundo en el que todos tienen el mismo vehículo y deben hacer lo que el fabricante indique, un mundo en el que se paga para usar y hacer lo que otros digan, un mundo en el que nuestros vehículos vienen con muchos defectos de fábrica y debemos —en algunos casos— pagar para que nos resuelvan problemas que deberían resolvernos sin costo alguno o mejor aún, no deberían existir. Ese es el mundo que muchos eligen porque, como dije antes, es «lo que todos usan».
En mi caso, un día, obligado por asuntos de trabajo, tuve que empezar a usar GNU/Linux. Y, si bien el cambio fue brusco al principio (venía de manejar vehículos de caja automática y empecé a usar sincrónico de un día para otro), terminó por convertirse en un paseo maravilloso en el que puedo usar el vehículo que desee, cuando lo desee y modificarlo como desee. En mi caso, me quedé con el Caterpillar de los sistemas GNU/Linux: Debian. He «saboreado» sus mieles y no he sentido la necesidad de cambiar. Ubuntu, Xubuntu, Mint LMDE, DSL y actualmente CrunchBang son algunas de las distribuciones que he usado y que seguiré usando.
Luego de la «obligación», GNU/Linux me resultó en una decisión de libre albedrío. Confieso, eso si, que en algún momento me convertí en un skinhead fanático y fastidioso. Como diría Yoyo, fui un «Tuxlibán» terco, egoísta, altanero y molesto. Intentaba «convertir» a los impuros de Kernel y salvar sus discos duros. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que cada quien decide lo que desea hacer con su vida y con su SO. Hoy, luego de pasar por años de rehabilitación binaria y libre del fanatismo malsano, puedo decir con convicción que: Uso GNU/Linux porque así lo decidí, porque me gusta, porque me siento cómodo trabajando en él, porque la seguridad que me brinda no la tengo con otro sistema operativo, porque puedo cambiarlo cada vez que lo deseo, porque las herramientas de que dispone son excelente y, además, puedo colaborar con su desarrollo y difusión, porque mi manera de actuar y ver la vida se complementa con las filosofías del software libre y porque, parafraseando a mi tocayo, el cubano Ernesto Acosta: «No odio a Windows y menos aún a OS X, yo sólo amo a mi GNU/Linux».